La salud pública debe entenderse como un punto de encuentro donde confluyen las ciencias biológicas, sociales y de la conducta en poblaciones determinadas, se ocupa de las respuestas sociales e institucionales a determinadas condiciones epidemiológicas. Se trata, por tanto, de una disciplina que articula simultáneamente un modelo medicalizado (concepto salud-enfermedad), un sistema institucional de respuestas y un conjunto de terapias específicas que combina enfoques biológicos, políticos y sociales. Así, tiene como fin la promoción de la salud, la prevención de la enfermedad, el diagnóstico y tratamiento de padecimientos y la rehabilitación física y social.
En estos términos, el planteamiento bioético de Potter, significó un gran avance en su momento que permitió ampliar el campo de la ética en la salud, reducido hasta entonces a la deontología en las diferentes especialidades médicas. Luego se fue consolidando una tendencia dominante a fundamentar el edificio bioético en algunos principios generales, tres hasta el Informe de Belmont (1978): beneficencia, autonomía y justicia, formulados por dos filósofos norteamericanos, Beauchamp y Childress. A esta corriente se le ha denominado principalista, justamente para resaltar su apego a los principios mencionados y su intento de abordar con ellos básicamente los problemas éticos a nivel individual.
A partir de la década de los años 90 del pasado siglo, el auge del principalismo estimuló el desarrollo de diferentes vertientes en el campo de la ética y la salud en busca de respuestas a problemas de predominio colectivo y social, con fundamentaciones diferentes o complementarias a los principios señalados. Europa y los Estados Unidos han realizado importantes contribuciones en la refundamentación de la bioética, ampliación de su perspectiva y su problemática y el esclarecimiento de sus aplicaciones en salud pública. Especialmente relevantes han sido los aportes de Giovanni Berlinguer, quien ante la interrogante de si es posible desarrollar principios universales en bioética, respondía: “Si pensamos en principios universales en bioética, el fundamental sería, probablemente, igual dignidad de todos los individuos y equidad frente a la vida, la enfermedad y la muerte”.
Ante los cuantiosos apremios que sufren los sistemas de salud en América Latina y el Caribe, examinar la situación de esta región desde la perspectiva bioética, puede parecer, una preocupación secundaria, salvo para los académicos. Pero, lejos de ser un nicho filosófico de poca utilidad en la vida, la bioética ofrece una vía para examinar los problemas morales que plantean la medicina y la salud pública en la actualidad.
Los países en desarrollo son las principales víctimas de los cambios ocurridos en la economía internacional y el sector de la salud se halla entre las áreas que han quedado relegadas. Las políticas de ajuste económico repercuten, fundamentalmente, en el desarrollo social, produciendo un sostenido déficit de recursos que se refleja en reducidos presupuestos de salud. A ello se adiciona la persistencia de una desigual distribución del ingreso nacional, de forma tal, que amplios sectores de la población quedan marginados al acceso de nuevas tecnologías e incluso, a los más elementales servicios de salud.
Rojas Ochoa anunció el siglo XXI como el siglo de la aplicación de las ciencias sociales a la solución de los problemas de salud. Pero advierte:
El discurso neoliberal puede tomar la idea del enfoque de salud de la población y en una táctica diversionista proponer acciones consecuentes con ese discurso, a la vez que propone no tomar acción en lo relativo a la asistencia a enfermos y discapacitados, dejando esta esfera a la práctica privada. Tal es la concepción que nos ofrece la tesis de las funciones esenciales de la salud pública, que al enumerarlas no las incluye y define otras once, ciertas, pero dejando la cuestión asistencial a la reforma neoliberal que privatiza estos servicios y otros que deben ser públicos. El enfoque de salud de la población, bien entendido y aplicado, no deja fuera de la responsabilidad estatal y de las funciones de la salud pública la función asistencial.
Los gobiernos neoliberales iniciaron estrategias aún vigentes en países subdesarrollados. La salud se convirtió entonces en una mercancía que se regula según los principios de oferta y demanda, en función de la capacidad adquisitiva de la población y a su vez está supeditada a la posición económica, social y política que se ocupe. Así se acentúa la estratificación social de los servicios, por lo que a cada clase social corresponde una forma de atención, ¿es esto ético?
La respuesta negativa a dicha interrogante es irrebatible. Al ignorar el tema de la deuda externa, el ALCA y los Tratados de Libre Comercio, se está ignorando las devastadoras consecuencias que estas políticas o estrategias neoliberales producen en las poblaciones más vulnerables y se aísla el contexto económico y social del cimiento donde se sustentan los principales determinantes de la salud pública.
Reconocidos expertos, académicos, dirigentes políticos y sociales, organismos no gubernamentales y aún organismos internacionales como la OPS, han advertido en la región sobre los riesgos generales y en particular, en salud pública, que entrañan los tratados de esta naturaleza. Dichos riesgos se refieren en especial a los costos y disponibilidad de medicamentos, a los usos y vigencias de las patentes, al mercado de tecnologías médicas, a la eventual expropiación de elementos de la biodiversidad y a un posible incremento de la exclusión social para ciertos sectores.
Las decisiones políticas por parte de los gobiernos de las naciones del hemisferio sur -los llamados países periféricos-, el fundamentalismo económico consecuente de la globalización desordenada y unilateral, empujará a las poblaciones pobres, cada vez más, rumbo a la discriminación social. Al mismo tiempo, el ejercicio del fundamentalismo económico por parte de los países ricos terminará proporcionando un inevitable imperialismo ético.
África Subsahariana tiene 16 países con economías más abiertas que la de Estados Unidos, pero no le quitan el primer lugar a América Latina (insuperable discípula neoliberal) que tiene 17 países en esa condición. No pueden los voceros de la apertura comercial acusar de rebeldía o siquiera de falta de cooperación a buena parte de los gobiernos de los países del sur en los años del neoliberalismo en auge. De allí resultan realidades tan absurdas que causarían risa si no tuvieran un significado tan doloroso para los pueblos.
En América Latina los principales problemas de la organización de los servicios en salud incluyen, además de la limitada cobertura, insuficientes medios para cubrir las demandas sanitarias de la población en términos de accesibilidad, integridad y calidad, así como asignación, uso inadecuado y poco equitativo de los recursos, que derivan en grandes desperdicios. Así, la crisis que afecta a los países pobres ha alcanzado cifras alarmantes. La OMS informa que más de 2 000 millones de personas viven en la pobreza (40 % de la población mundial), otros 1 000 millones sobreviven sin ingresos para satisfacer las necesidades básicas, cientos de millones padecen de malnutrición, el mas cruento e injusto de los padecimientos con que el subdesarrollo atormenta a la mayoría de los latinoamericanos.
El liderazgo mundial, en este aspecto lo tiene Haití. Reúne varias cualidades que revelan una coherencia impresionante. Es el país mas pobre del hemisferio occidental y uno de los mas pobres del mundo. Su pobreza es antológica, dolorosa y cruel. Pero desde 1986, Haití alcanzó el galardón como economía totalmente abierta, según clasificación del Fondo Monetario Internacional. Ha recibido cálidos elogios por su ejemplar voluntad aperturista. Es un ejemplo irrefutable de que la obediencia al modelo neoliberal de libre comercio es incapaz de resolver la pobreza y el subdesarrollo. Con la realidad social descrita, sobran los comentarios sobre los niveles de salud de su población.
Ejemplo como los antes citados, llevan a considerar como axioma que los modelos socioeconómicos neoliberales subrayan las diferencias entre los países desarrollados y los países en desarrollo, y hacen perecer las economías de las regiones más vulnerables. Estas diferencias se extrapolan a la organización y financiación de los sistemas y servicios de salud y se advierten en el antagónico comportamiento de los indicadores de salud entre ricos y pobres, dentro de países y entre países; fuertemente vinculados a la clase económica que se estudie, incluso en países que gozan de un buen nivel de salud. Tal y como ha planteado en reiteradas ocasiones la OMS, los pobres no sólo tienen vidas más cortas que los ricos, sino que además una enorme parte de su vida esta abocada a la incapacidad.
Como se ha podido apreciar, toda solución de mercadeo para la atención en salud conducirá inevitablemente a mayor iniquidad en esta materia, pues las prioridades para el establecimiento de los sistemas de salud no se fundamentan en la realidad social, sino en las exigencias del mercado y en los intereses de sus actores más fuertes.
En tanto la salud no sea considerada como un derecho fundamental del hombre y un deber de la comunidad, en tanto no se reconozca la responsabilidad del Estado en la atención y cuidado de la salud, en tanto no desaparezcan las desigualdades en la distribución de los recursos para la salud a escala nacional e internacional, en tanto no se luche frontalmente contra la pobreza, el hambre la ignorancia y la insalubridad, poco será lo que podrá lograrse con el mejoramiento de la salud humana en el mudo subdesarrollado.
La iniquidad es un elemento fundamental cuando se discute sobre bioética en salud pública. Las desigualdades innecesarias y evitables, existentes entre poblaciones, se traducen en desigualdades en términos de salud que van desde la adquisición de los productos farmacéuticos hasta el beneficio adquirido por la participación en determinadas investigaciones. La iniquidad social es el elemento medular en la mayoría de los problemas bioéticos que se vislumbran en la actualidad. Obviamente, son las diferencias marcadas por los niveles de desarrollo socioeconómico, entre regiones o entre individuos, las que suponen la diferencia entre la vida y la muerte.
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